jueves, 17 de enero de 2008

Dados y canicas.

Alguna vez mencioné no estar obsesionado con el éxito. Y aunque esto es leído como un signo inequívoco sea de pusilanimidad, de conformismo, o de simple carencia de expectativas, es realmente así. Otra vez el estúpido jueguito en línea me pone a reflexionar sobre todas las cuestiones que se entretejen alrededor de él.

A veces, y haciendo el inevitable paralelismo con la vida real, cuando las cosas salen bien, es muy fácil hablar del éxito: De las decisiones acertadas que hemos tomado, de cómo nos hemos sobrepuesto a la adversidad, de cómo el camino no fue fácil, pero gracias a nuestra interminable lista de cualidades, logramos bla bla bla. Sí. Sí que es fácil contar historias de éxito. Y cuando los resultados nos son adversos, en el otro extremo, también es fácil de contar: maldecimos a nuestra suerte, a los misteriosos engranes invisibles que se atascaron impidiéndonos lograr aquello que tanto deseábamos, y le damos muchos tintes de dramatismo. ¡Ay, dolor, ya me volviste a dar!


Uno basa su estrategia para encarar cualquier problema, con base en su conocimiento, su experiencia, su intuición. A veces sale, a veces no, pero al menos obtenemos aquello que es tan característico de la experiencia (se adquiere cuando ya no se necesita). Sin embargo, hay momentos en donde algún escollo inesperado lo echa todo a perder, pues nunca lo consideramos factible. Es como un accidente, como un tropiezo que por incalculado causa la indigerible sensación de frustración del "si no hubiera..."

Allí, donde no puede ser considerado un fracaso por lo mucho que se había avanzado, pero tampoco un triunfo, porque tampoco se obtuvo lo que se deseaba, es donde contar la historia comienza a complicarse. Donde ya no se sabe qué esperar de ella, donde escapa a nuestro entendimiento, y las horas de reflexión se vuelven inútiles. La satisfacción de haber dado el mejor esfuerzo, no es paliativo de nada. Y por más que en un arranque de optimismo conciliador, querramos creer que siempre habrá otra oportunidad, lo cierto es que lo que estaba allí, perdió un poco de su aura, perdió un poco de su frugal sabor de logro, de su primer aroma a gusto. Perdió la sorpresa, perdió la magia.


Si la vida da uno de esos giros que tanto gustan de redactarse —para bien o para mal, el recuerdo de todo tal vez esté algo agotado de latir, o esté lo suficientemente frío para que podamos tomarlo de nuevo; tal vez ya pase al estante de la experiencia.. Y tal vez se termine volviendo en algo útil. Pero mientras tanto, más que doler, es difícil de interpretar. Si alguien me conoce o al menos medio me ubica y lee esto, pensará que hablo de la eliminación de mi equipo en semifinales de un torneo de Copa. Le concederé la razón, así sea por no dar explicaciones. Si alguien me conoce verdaderamente, comprenderá que esto es una intrincada y elaboradísima metáfora de algo que va mucho más allá, y que aún no digiero. La vida a veces nos sorprende tirando sus dados, justo cuando estamos jugando a las canicas.